Escuela del Hogar y Profesional de la Mujer

 

Madrid, 1911-1936

 

 

 

Titularidad: Pública

 

 

Fotografia de un grupo de alumnas de la Escuela del Hogar y Profesional de la Mujer

La preocupación por la educación fue uno de los aspectos esenciales del pensamiento ilustrado. La enseñanza permite la adquisición de conocimientos sobre conducta, juicios de valor, sentimientos, emociones y toda clase de aspectos cívicos y sociales. En ese sentido, con la llegada del siglo XIX fue “necesaria una transformación pedagógica”, siendo imprescindible la modificación de la formación femenina, pues las mujeres debían transmitir a sus hijos e hijas toda una serie de valores a través de la crianza (Pérez Martín, 2020, 43). De esta manera, la educación femenina ocupó un gran espacio en el discurso decimonónico a lo largo y ancho del continente europeo, surgiendo tratados, novelas, libros pedagógicos, funciones teatrales y ensayos dirigidos a las mujeres de clase alta. Aquellas pertenecientes a las clases menos privilegiadas, en cambio, no eran objeto de consumo de este tipo de lecturas debido la elevada tasa de analfabetismo y porque debían hacerse cargo de otros quehaceres. No obstante, surgieron escuelas gratuitas fundadas por Sociedades Económicas y Diputaciones de Caridad dirigidas a impulsar la educación de las clases bajas, limitando la formación a las labores textiles y la moral cristiana (Pérez Martín, 2020, 44).

En este contexto cabe subrayar la consolidación de la ideología de las esferas, la cual otorgaba a las mujeres el espacio privado, el hogar, mientras reservaba a los varones el ilimitado espacio público. Una decisión topográfica resultado de una construcción de los géneros masculino y femenino. Por esta razón, hombres y mujeres debían ser educados de manera diferente y asumir toda una serie de labores en función a su rol social. La educación participó en este proceso de modelación identitaria y condicionó los deseos, las inquietudes y los comportamientos femeninos. Voces tempranas como Josefa Amar (1749-1833) denunciaron estas desigualdades educativas y fruto de este rechazo es la obra Discurso sobre la educación física y moral de las mujeres (1790).

La educación de las mujeres se convirtió en “un instrumento de reforma social y de bienestar familiar”, pero las mujeres, bajo ningún concepto, debían perseguir “una ambición personal ni hacer ostentación de ella” (Pérez Martín, 2020, 44). La finalidad ilustrada era una educación útil y común entre las mujeres enfocada al ámbito doméstico, espacio donde podían ejercer un influjo directo y transmitir dichos valores a sus hijos e hijas. Aquí debían desempeñarse tareas como el bordado, el encaje, el tejido o el hilado, así como clases de Historia, Geografía, Música, Pintura y Dibujo, entre otras actividades. Educación conocida como educación de adorno (Pérez Martín, 2020, 46). Paralelamente a este microcosmos femenino hubo una instrucción orientada hacia la pedagogía social, pues las mujeres, más allá de ser buenas madres y esposas, debían saber relacionarse en espacios públicos elitistas. Sin embargo, “(…) un excesivo interés en mostrar su erudición, o brillar en las charlas exhibiendo sus lecturas, era castigado con el calificativo de ‘bachillera’” (Pérez Martín, 2020, 45); un término que aludía a aquellas mujeres que se excedían en la lectura y que la sociedad patriarcal se encargaba en ridiculizar a través del arte y la literatura. Esta figura se sumaba así a la literata o la escritora, la cual estaba en boga en Francia y por la cual hubo cierto temor o amenaza en España, pues significaba que las mujeres comenzaban a tener voz y opinión propia. Sin embargo, como apuntan algunas autoras, en España “la figura de la literata también existía” (De Diego, 2009, 163), razón por la cual se reforzó la instrucción femenina. Este arquetipo femenino era equiparable a la mujer que se excedía en la coquetería, resultando antipatía en la sociedad. La educación recibida por las mujeres, por tanto, debía ser moderada y no debía despertar ningún tipo de orgullo o ambición que las convirtiera en sabidillas y/o excesivamente coquetas.

Así pues, durante el siglo XIX y la llegada del nuevo siglo, las mujeres recibieron este tipo de educación en Europa y en España. Paradójicamente, las mujeres pertenecientes a las clases medias quisieron emular y reproducir dicho comportamiento, pues anhelaban y aspiraban a partes iguales cualquier semejanza con la burguesía imperante que las hiciera brillar en sociedad y obtener un ascenso social. Este periodo estuvo marcado por un férreo moralismo victoriano protagonizado por campañas antimasturbatorias que defendían a toda costa el modelo matrimonial tradicional. Las mujeres debían adecuarse al modelo ideal burgués: buena madre, servil esposa, casta y virtuosa (De Diego, 2009, 166-176). Debían comportarse como un ‘ángel del hogar’; noción descrita por el poeta y crítico inglés Coventry Patmore en The Angel in the House (1854) y donde hace referencia a su esposa como modelo de mujer victoriana de clase media alta. Proliferaron tratados, canciones populares, novelas y escritos de consejos, como Les femmes par Chrysale (1875) de Albert Blanquet (1821-1875), donde el autor sugiere a los varones que encuentren mujeres serias, dedicadas a la familia y exentas de actitudes coquetas. Estos mandamientos iban encaminados al matrimonio, lugar donde residía la felicidad, a diferencia de la soltería, donde radicaba el fracaso.[1] En La vida en Madrid (1887) Enrique Sepúlveda (1844-1903) aborda el hábito de fumar y critica el consumo de tabaco ejercido por las damas de alta sociedad, asociando esta práctica a la prostitución.[2]

Cabe subrayar el esfuerzo de los teóricos, pedagogos y escritores por diferenciar la educación de la instrucción, pues la segunda tiende a la masculinización y el intelecto. El objetivo era, por tanto, ofrecer una educación a las mujeres para que preservaran su naturaleza femenina. Las mujeres debían dedicarse a la maternidad, condición que no las eximía de su faceta como ama de casa, definición acuñada por María Lejárraga (1874-1974) en 1901 (Lejárraga, 1901, 203-204). Pero las mujeres de clase media también debían ser educadas y capacitadas para su integración en el mundo laboral y desempeñar trabajos considerados exclusivamente femeninos que no supusiera un conflicto en el reparto del trabajo con los varones. Esta exaltación de los valores domésticos y de la figura de la ama de casa respondía “a la enorme inquietud que generaba el trabajo de las mujeres en talleres y fábricas”, así como al “temor que suscitaban los efectos que podía producir su ausencia de la cada en la educación de los hijos y en la conducta de los maridos” (Pérez-Villanueva, 2015, 315).

La enseñanza doméstica se convirtió en una herramienta indispensable mediante la cual se abordaban aspectos como la economía del hogar y la higiene. Esta última se sumaba así al movimiento higienista que perseguía el cuidado de la salud familiar con el fin de prevenir el contagio de enfermedades como la tuberculosis. La dedicación de las mujeres a la casa “fue adquiriendo la consideración de un verdadero oficio que exigía conocimientos y habilidades específicas” (Pérez-Villanueva, 2015, 317). La educación femenina, por tanto, se basó en la organización y administración científica y contó con medios técnicos y maquinarias vanguardistas que implicaban valores como la previsión, el orden y la disciplina, evitando el dispendio e incitando al ahorro de dinero. Las enseñanzas domésticas fueron impartidas en instituciones con organización y financiación pública, pero también hubo iniciativas privadas (Pérez-Villanueva, 2015, 318).

El asociacionismo femenino, por su parte, también, hizo uso de esta formación doméstica, como el asociacionismo católico femenino, interesado en las enseñanzas tradicionales como herramienta de respuesta al laicismo (Montero, 2003, 159-160). Esta educación de las Ciencias del Hogar sirvió para adoctrinar a los sectores populares, obreros y a las clases medias, así como para favorecer los valores de orden, higiene, previsión y ahorro en el contexto doméstico. Con el inicio del siglo XX surgieron congresos y federaciones por toda Europa y Estados Unidos y la educación doméstica se internacionalizó.

En España, las primeras iniciativas de enseñanza doméstica fueron de raíz krausista y privadas, sirva de ejemplo la Asociación para la Enseñanza de la Mujer (Pérez-Villanueva, 2015, 320). En Valencia, la Institución para la Enseñanza de la Mujer proyectó una Escuela del Hogar donde se ejercerían labores como la lencería y el bordado. Las asociaciones e instituciones se interesaron por la école ménagère, denominación francesa que pone el acento en las lecciones de higiene y cuidado de los hijos en el ámbito doméstico, y la prensa se hico eco de ello, mostrando un interés pedagógico en el ámbito peninsular a imitación del centro y norte de Europa.

En mitad de este escenario surgieron escuelas de formación, como la Escuela del Hogar y Profesional de la Mujer, una institución pública destinada a la formación de las mujeres. Fundada en 1911 por Real Decreto de 7 de diciembre, esta escuela surgió con el doble objetivo de prepararlas para el cumplimiento de sus funciones domésticas como madres y esposas y las facultaba para obtener una fuente de ingresos mediante el ejercicio de un oficio (Pérez-Villanueva, 2015, 322). La iniciativa del ministro Julio Burell (1859-1919) fue materializada por el ministro Amalio Gimeno (1852-1936) con el fin de contribuir al progreso social. La Escuela se instaló en el número 3 de la Cuesta de Santo Domingo de Madrid; en 1913, se trasladó a un hotel en el paseo de la Castellana y, finalmente, se mudó al número 7 de la calle del Pinar. Allí se impartía enseñanzas generales, profesionales y del hogar, incluyéndose asignaturas como Gramática, Caligrafía, Matemáticas, Música, Geografía, Historia, Física, Química, Ciencias Naturales, así como ciertas nociones de instrucción cívica. Las enseñanzas del hogar comprendían Economía y contabilidad doméstica, Higiene y Puericultura. Las enseñanzas profesionales abarcaban materias como Dibujo, Modelado, Historia del Arte, Corte y confección, Encaje de flores artificiales y Bordado. También se educaban disciplinas como la Geografía postal, Taquigrafía, Mecanografía y Contabilidad (Pérez-Villanueva, 2015, 323).

Para ingresar en la Escuela del Hogar y Profesional se exigía una edad mínima de doce años y aprobar un examen consistente en un ejercicio de lectura, escritura y las cuatro reglas de aritmética. Su fundación provocó diferencia de opiniones políticas y literarias, tildándose de necesaria o innecesaria en función de la ideología parlamentaria (Pérez-Villanueva, 2015, 323-328). La apertura de la Escuela -a pesar de la feroz crítica del sector conservadurista catolicista, que consideraba que las mujeres debían obtener una formación diferente donde tuviera cabida el dogma religioso- supuso la penetración de la cultura europea en los hogares españoles y las mujeres abandonaron rutinas cristianas y prácticas fundamentadas en el progreso y la vida moderna (Pérez-Villanueva, 2015, 329). Esto supuso el rechazo conservador, cuyos detractores consideraban que este tipo de enseñanza era una intromisión del Estado en la vida familiar y la introducción de doctrinas anárquicas y extranjerizantes en los hogares españoles. Muchas voces razonaron la incorporación de estas escuelas del hogar en el sector feminista católico, justificando su función como generadoras de buenas madres, esposas y trabajadoras que asegurarían los valores morales tradicionales en la familia. Finalmente, esta educación femenina terminó aceptándose con entusiasmo en los sectores más conservadores y proliferaron escuelas por toda España.

La Escuela del Hogar y Profesional estuvo dirigida a las mujeres de clase media, sesgando así a todas aquellas pertenecientes a la clase obrera. Una institución de corte elitista que “no consiguió el desarrollo que cabía esperar cuando se fundó” (Pérez-Villanueva, 2015, 334). Ya que tenía una inspiración de corte liberal, este centro no se ajustó a los esquemas primorriveristas, cuyo régimen dictatorial se encargó de reformar y modificar en base a las necesidades del nuevo gobierno (Pérez-Villanueva, 2015, 335-336). La Escuela contó con un número elevado de alumnas durante su funcionamiento -aunque insuficiente en su afán modernizador del sistema educativo español y de integración laboral femenino- y las clases se impartían tanto en el aula como al aire libre.

En definitiva, esta escuela impulsó a través de la enseñanza doméstica la exaltación de los valores del hogar y de la figura del ama de casa, tratando de realzar la dedicación a la casa y la atención de los hijos con unos conocimientos y unos medios técnicos y científicos. Procuró, además, asegurar que las mujeres ocuparan nuevos espacios y desempeñaran trabajos remunerados feminizados. Sin embargo, “la dualidad de su planteamiento implicaba una cierta ambigüedad”, pues pretendió “consolidar un modelo femenino tradicional y proporcionar a la vez los instrumentos para lograr la autonomía propia de una mujer nueva” (Pérez-Villanueva, 2015, 341).

 
 

[1] Sirva de ejemplo Mandamientos de la Mujer, por M. Torrijos, Almanaque para 1865, Madrid, 1864, pp. 125-127.

[2] Enrique Sepúlveda, La vida en Madrid en 1886, Madrid, 1887, p. 168.

MAE, Javier Martínez Fernández, noviembre 2024, DOI: 10.26754/mae1803_1945

De Diego, Estrella (2009). La mujer y la pintura del XIX español. Cuatrocientas olvidadas y alguna más, Madrid: Cátedra.

Lejárraga, María (1901). “Escuelas profesionales para la mujer”, La Escuela Moderna, XI-126, 203-204.

Montero, Feliciano (2003). “El modelo educativo del movimiento social católico”, en: Ferrer, Alejandro y Sanz Fernández, Florentino (coords.) Génesis y situación de la educación social en Europa, Madrid: UNED.

Pérez Martín, Mariángeles (2020). Ilustres e ilustradas. Académicas de Bellas Artes (ss. XVIII y XIX), Valencia: Tirant Humanidades.

Pérez-Villanueva, Isabel (2015). “La Escuela del Hogar y Profesional de la Mujer y las enseñanzas domésticas (1911-1936)”, ARENAL, 22, 2, pp. 313-345.